jueves, 22 de diciembre de 2022

El nácaru (Cuento navideño)

                                    

      De las duras entrañas de la tierra fueron emergiendo los mineros. El paisaje frío y nevado contrastaba con sus rostros ennegrecidos, aunque alegres por las sidrinas empinadas en la cueva como preámbulo de la Nochebuena en la aldea asturiana.

   El cielo encapotado presagiaba agua. Subiendo hacia el pueblo, Pepe y Saturnino El Palurdo detuvieron su marcha ante un hermoso muñeco de nieve levantado en una hondonada, junto al hórreo de Secundino Somonte.

-¿Cómo estás guaje…? -le preguntó Saturnino acariciándole.

   Y para sorpresa de ambos, la figura de nieve respondió sonriente:

-Bien.

   Pepe, extasiado ante el rostro infantil y casi humano del muñeco, permaneció contemplándolo y pensando en su primer hijo que estaba por llegar al mundo. El inanimado personaje blanco desgranó entonces palabras ininteligibles para sus contertulios:

-Ergo sum refaim. Gratis pro Deo. Némine discrepanti. Nunc dimittis servum tuu Domine…

   Terminaba de decir esas palabras cuando la lluvia intempestiva diluyó rápidamente las formas del muñeco. Sólo pareció permanecer su extraña sonrisa.

-Corramos a ver a Don Crescenciano -intimó Pepe- ...y no olvides todo lo que dijo el muñeco...

   Curiosamente, El Palurdo era analfabeto, pero tenía la extraña virtud de retener todo en su memoria.

  Detrás de la iglesia, el párroco atendía a sus gallinas.

  -Don Crescenciano -apuntó Pepe, quitándose la gorra mojada-, tenemos una historia fantástica.

   Acto seguido, Saturnino hilaba la monserga latina del muñeco, que el párroco, meditabundo, iba traduciendo para sí en voz baja.

-Yo soy Refaim (repitió este vocablo dudando) … Gracias por Dios, o sea que se ha hecho algo por amor a Dios… Decisión adoptada por unanimidad, sin discrepancias… satisfacción de morir con los anhelos cumplidos

   Cogió el bastón, la boina y el echarpe, y seguido por sus dos feligreses, fue recordando su discusión de hacía 33 años con Isaac, el zizéteta, que vivía como un ermitaño en la cima del monte con sus animales. Isaac le había amenazado entonces:

-Tendrás que venir cuando llegue el momento.

   Don Crescenciano iba explicándoles que les llamaban zizétetas a los judíos que se dedicaban al estudio de profecías, cuyo sentido buscaban descubrir. Golpearon a la puerta, jadeantes por el esfuerzo, y una voz cansada, invitó:

Adelante…!

   El hombre estaba acostado, con sus barbas ralas apuntándoles. Después de disculparse por los 33 años de separación, el párroco susurró al oído del hebreo la historia del muñeco de nieve, recalcando lo de refaim.

-Antiguos aborígenes que habitaban la Palestina- respondió quedamente el viejo Isaac, para agregar tajante: ¡-Llegó el momento…!- Y se durmió.

   Una luna brillante como nunca iluminó el camino descendente. Y hasta cantaban los mirlos. A las doce de la noche, el campanario redoblaba por la Nochebuena y Pepe sentado en la mesa familiar, no podía creer lo que anunciaban por la radio:

-Las potencias del mundo han firmado la paz definitiva y harán desaparecer todas las armas nucleares del planeta.

   En ese mismo instante, el hijo de Pepe rasgaba las carnes de su madre y hacía su entrada en este mundo. No lo hizo berreando como todos los bebés, sino con una sonrisa dibujada en el rostro. Era idéntica a la del muñecón de nieve.

   Y la cigüeña que se había quedado demorada desde el verano en el ático de la iglesia por tener un ala quebrada, cobró fuerza ante los campanazos de Don Crescenciano y las sirenas de las radios, resolviendo reanudar su camino. Bajó hasta la hondonada donde había estado el muñeco, en cuyo lugar lucía ahora un pequeño lago con peces de colores; tomó agua, apuntó hacia el horizonte iluminado por la luna y desapareció.

(Nácaru: Niño, muñeco – bable-asturiano-)

José María Otero

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