sábado, 5 de marzo de 2022

Julio Cortázar

    ¿Pero por qué, se dice uno de pronto, esa recurrencia narcisista, ese retorno del familiar a los lugares donde ya su sombra no roza las veredas de la siesta?

   Ella misma contesta y consiente, también Buenos Aires es una abstracción. De la ciudad sólo tenemos los párpados, la piel o el rechazo, la moviente superficie de los días. Inútil obstinarse, querer poseerla en lo hondo, la vida nos alcanzará para conocer casas, una casa cada tantos miles de casas, y puertas, una puerta entre incontables puertas, y cafés, allí donde páginas y páginas de la guía telefónica los alinean irónicamente. 

   ¿Y  lo demás? Hablo apenas de las cosas, de los cubos y las galerías donde murmura el inmenso enjambre de la ciudad. ¿Quién puede jactarse de conocer poco más de las fachadas que dan sobre esas calles porteñas, y unas pocas calles por las que infinitamente fluye su sangre cotidiana? Todo es inalcanzable, enigma, prohibición en la ciudad; no se puede tocar cada timbre, no se puede discar cada número, no se puede subir a todos sus autos.



    En la calle donde vivimos veinte años y que creemos tan nuestra, detrás de cada pared y cada ventana se abre el territorio de lo inalcanzable, las profundidades de los patios que no veremos nunca, y en las habitaciones que dan a cada patio las mesas de luz y los espejos que no veremos nunca, y en cada torre de aluminio y cristal los departamentos a los que no subiremos, los salones y los cuadros y las cocinas y las duchas y los balcones que no nos será dado conocer.

   No hablo más que de las cosas; estamos fuera, irremisiblemente fuera de las cosas que hacen la ciudad, y desde esta exclusión inventamos un contacto y una permanencia y un conocimiento con la secreta y admirable desesperación con que lo hemos inventado todo. Rechazados desde el fondo de los tiempos por la naturaleza venenosa, la hemos inventado amiga y servidora; rechazados por la ciudad que no es de nadie, la hemos poseído por el amor, por la violencia, por el vagabundeo, por una oscura poesía de bares y trabajo.

     También yo la invento desde aquí, desde fuera como cualquier otro, más cerca quizás que otros. Buenos aires, como toda ciudad, es una metáfora; nace a la realidad por el contacto de términos distantes y extranjeros, de alianzas secretas, de una calle y de un hombre que se encuentra en su hora, de una zaguán y una voz que indeciblemente se fusionan, y sólo así se entrega alguna vez a su habitante, cuando se la escala desde el sueño o el recuerdo, cuando se la posee con las armas de la imaginación y el mito.

                                   


   No basta con vivir en la ciudad si no se la alcanza desde el mismo rechazo, si no se entra a ella por calles que no son las de los planos. Una ciudad también es un fantasma que sólo la ingenuidad del habitante cree domesticable y próximo; apenas unos pocos saben del mecanismo interior que hace caer las fechadas y da acceso por oscuros pasajes a sus últimos reductos.

   Se puede, entonces, seguir andando y desandando, anulado el prejuicio de las leyes físicas, entendiendo y entendiéndose desde una visión y un lenguaje que nada tienen que ver con la historia y la circunstancia. como si todo fuera alcanzado desde un progresivo retorno, miro ahora mi ciudad con la mirada del que viaja en la plataforma de un tranvía, retrocediendo mientras avanza, y de tanto perfume nocturno, de incontables encuentros con gatos y bibliotecas y Cinzano y Razón sexta y cine continuado, me vuelven sobre todo los tiempos de estudiante, los bares automáticos de Constitución, la calle Corrientes de las primeras escapadas temerosas en los años treinta.

   Corrientes irreconocible hoy con sus orquestas de señoritas, sus cines largos y estrechos y una pantalla neblinosa donde personajes de barba y levita corrían por salones lujosos a pobres chicas con sombreritos y tirabuzones y a eso le llamaban películas realistas y entrada cero setenta.

   Son las rabonas en Plaza Italia con un sol caliente de libertad y pocas monedas, la penumbra alucinatoria del pasaje Güemes, el aprendizaje del billar y la hombría en los cafés del Once, las vueltas por San Telmo entre la noche y el alba, los descensos tarifados al bajo, un tiempo de cigarrillos rubios y tranvía 86, Villa Urquiza y la Plaza Irlanda donde un breve otoño fui feliz con alguien que murió temprano.

                                           

   Después vendría el Luna Park, claro, las noches de Beulchi y Mario Díaz, los números de Sur, olor de jardines y plazas en Villa del parque, paredones de la Chacarita, algún amanecer de vuelta a pie, churrascos en las parrillas del puerto, veladas del Colón, Parsifal, bancos de la Plaza Lavalle y del Congreso, asomos a los bordes, la Boca o el Tigre, pequeños países diferentes de lo cotidiano, avanzadas del gran misterio río afuera, pampa afuera.

   Y más atrás todavía, mientras la infancia se iba con los últimos pantalones cortos, una mínima visión d zona suburbana, penetrante como las imágenes que mirábamos en las lapiceras cuando el hastío d la clases nos llenaba de evasión y chocolate, esas vistas de una iglesia o un paisaje prisioneras en una pequeña lágrima de vidrio que nos pegábamos a los ojos mientras la maestra, pobrecita, se empecinaba en Vilcapugio y Ayohuma, en la inexplicable tragedia de Cabeza de Tigre. Apenas una visión prisionera en u na lágrima de vidrio, mínima como este resumen:

                                                               

                                                      La Infancia

                                                      Me acuerdo de una plaza, poca cosa:
                                                      un farol, un paraíso, unos malvones,
                                                      y ni un banco en que estar y ni una rosa.

                                                      Pero venían todos los gorriones.

   .

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