domingo, 7 de noviembre de 2021

Sobre las esquinas porteñas

 GLOSARIO SENTIMENTAL DE LAS CANCIONES POPULARES

   Si la canción porteña posee un valor que, analizado desde un plano de responsabilidad artística sea digno de destacarse es, sin duda alguna, su capacidad de traducir en canto el sentido de la ciudad que lo prohija tan amorosamente. Porque la canción, como la leyenda, se enraiza en el misterio del pueblo que la origina, constituyéndose en un documento vívido por donde se descubre, en estado de auténtica simplicidad, el perfil propio de su paisaje y de su tiempo.

   Respondiendo a esta regla, nuestras composiciones populares son las mejores descripciones del medio social, de los tipos característicos, de las costumbres y hasta de la misma arquitectura. Por ello también, sólo nuestro arrabal posee “una música”; vale decir, posee una personalidad.

                                     



   Entiéndase (aclaro) por arrabal, no solamente lo geográficamente considerado como extramuro, sino también todo rincón porteño en donde la presencia del hombre-pueblo haya impuesto, por gravitación de su sola presencia, esa atmósfera peculiar que le sigue como una sombra. Sólo así se concibe que estén unidos, en una misma emoción, Pompeya o Villa Crespo con la esquina Corrientes y Esmeralda. Es imposible negar la identidad de sus atmósferas, de sus tipos y de sus códigos estéticos. Es que en verdad están hermanadas por el hombre del suburbio, que ha logrado atravesar el tablero de la ciudad por entre las calles acribilladas de luz y extranjerismo, insobornable en la función de custodiar su idiosincracia sentimental.

   La esquina de Buenos Aires es un nombre propio. Se diferencia de cualquier esquina del mundo. No es el simple ángulo que impone la geometría ciudadana, ni da la sensación de haber surgido en una necesidad de arquitectura magistral.

   Más bien parece urdida en un conciliábulo de malevos y de costureritas románticas. O solicitada por la vocación gregaria de “las muchachadas” deseosas de instalar junto a sus muros ese club que funciona cuando la luna prende su farolito blanco.

   La esquina no pertenece al resto de la ciudad, ni acepta un origen común. Cuando se hizo la primera edificación, allá por las montañas de Lezama, los ángulos de las manzanas estaban huecos, vacíos. Las calles parecían un destino inconcluso y los hombres se escondían en los patios. A la misma luna, eterna boba de la altura, le faltaba ese cielo mejor del almacén.

   Pero un día se inventó la esquina porteña bajo la urgencia de los malevos y de las costureritas. Entonces fue también cuando los almacenes se precipitaron bajo el cielo propicio en cumplimiento de un signo que les hizo correr el albur de los mares y del viento. Sin la aparición inevitable de la esquina porteña, aún andarían deambulando mundos, nostálgicos mostradores de estaño y acordeonadas guirnaldas de papel multicolor. El silbido estaría encarcelado en los labios y los piropos sensuales reventarían iracundos en los pechos.

                                                  

    Pero el creador de la esquina, como todo artista, tuvo el pudor de su limitada capacidad humana y pidió ayuda al sol, a la luna, a la lluvia y al viento. El sol y la luna le pintaron sus muros con turnos medidos en días y noches. La lluvia aseó su frente con húmeda pertinencia, y los vientos acunaron sus sueños con sones ambulantes.

   Las esquinas del suburbio porteño tienen algo de encrucijada y de destino. Todas se asemejan entre sí, marcando una característica en la torpe y desigual arquitectura de la ciudad. Su nombre constituye una institución que nos es propia y significa –aparte de su sentido literal– “lugar geográfico para el descanso propietario o la reunión bravía.”

   Recostadas sobre sus muros, las muchachadas ensayaron el piropo chuscador y sensual, u orquestaron en sucesión de tangos la primitiva banda del silbido.

   Cobijada en su sombra protectora, más de una muchachita de Carriego dobló su vértice para tomar la senda irreparable. Y también, así como el amor cien veces la perfumó de ensueño, otras tantas una pasión irremediable la salpicó de rojo y de venganza.

   Esquina porteña, prontuario sentimental que guarda la leyenda brumosa de los barrios y que en la musicalidad de su nombre encierra los acordes metálicos del organito que se fue para siempre.

   El proceso ciudadano de la historia de los barrios no se encuentra consignado en la historia de Grosso pero lo relatan con seguridad irreparable el valsecito criollo, el tango y la milonga. Ese valsecito que llora en el crepúsculo la historia de un amor cuya mansa intensidad atestiguaron treinta lunas, y que hizo su itinerario por la senda de cien callecitas empolvadas de sombra y poesía. Ese valsecito que ahonda su dolor en la evocación de las viejas esquinas sobre cuyo fondo brumoso la humilde historia sentimental más bien parece el canto de los barrios.

Homero Manzi


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