jueves, 3 de diciembre de 2020

MARABÚ: DE BACANES, PAPUSAS Y LOCOS BERRETINES

 

Uno de los más famosos cabarets de la década del '40 -—en el que actuaron Carlos Di Sarli, Fiorentino y Aníbal Troilo. entre otras figuras mayores de la música de Buenos Aires— acaba de reabrir sus puertas. Siete Días reunió allí a viejos habitués, quienes rememoraron los esplendores de antaño, una época inflamada por la picardía de los noctámbulos
Desde hace poco más de tres semanas, muchos nostálgicos porteños han vuelto a frecuentar el suntuoso sótano de la calle Maipú al 300, donde —como hace tres décadas— funciona uno de los más prestigiosos templos de la noche de Buenos Aires: el cabaret Marabú. Juntamente con los desaparecidos Pigalle, Montmartre, Tibidabo, Chantecler y Empire, el Marabú fue símbolo de una época, no sólo para los porteños sino también para provincianos y extranjeros que recalaron con ánimo trasnochador en la capital argentina.
Aunque casi nadie recuerda la fecha exacta de su fundación —fue en el año 1935—, el Marabú conoció sus mayores esplendores a lo largo de la década de los años 40 y comienzos de la siguiente. Allí actuaron, alternativamente, las orquestas de Donato Racciatti, Rodolfo Biagi, Aníbal Troilo, Florindo Sassone, Juan D'Arienzo y Carlos Di Sarli, en tanto que casi ninguno de los mayores cantantes de entonces dejó de subir a su escenario, desde Francisco Fiorentino hasta Julio Sosa. Sitio frecuentado por políticos, deportistas, jaiIaifes (Cátulo Castillo dixit) y por los más famosos representantes de toda una generación, su cierre —circa 1963, y luego de una lenta agonía iniciada una década antes— significó el principio del fin de una época pletórica de sonrisas picaras y burbujas canyengues, que se prolongó hasta fines de la década del 60, cuando el Tabarís cayó rendido.
Desde entonces, mientras la noche de Buenos Aires se zambulló en modernos y sofisticados night clubs, el tango pareció refugiarse en la memoria de la gente. Quizá por eso, no pocos porteños que hoy peinan canas se excitaron, un mes y medio atrás, cuando se hizo público que el Marabú reabría sus puertas en el mismo local de siempre, remozado pero conservando detalles de la vieja época, como aquella clásica araña de espejitos, giratoria —muy años locos—, presidiendo la pista de baile.
Aunque a la fiesta de la inauguración concurrieron numerosas figuras del ambiente artístico —quienes se codearon con el millar de asistentes, flotando sobre suntuosas moquettes, entre luces de colores, disfrutando del moderno sonido estereofónico, los dos bares y las amplias pistas de baile—, Siete Días decidió convertirse en habitué, en un intento de descubrir espontáneamente a algunos de los parroquianos más representativos, por supuesto que inspirados por la nostalgia.

                            


ALTERNADORAS DE LUJO Y BACANES EN PIJAMA
Una velada en el Marabú permite —previo pago de 150 pesos nuevos en concepto de entrada con derecho a consumición, y 50 pesos por cada copa subsiguiente— apreciar un show en el que actúan la orquesta de Armando Pontier (con sus cantores Osvaldo Ferrari y Alberto Podestá); el guitarrista Cacho Tirao; el cantante beat Rubén Mattos y el Macumba Samba Show, un grupo musical traído de Porto Alegre (Brasil). Aunque ya no existen las llamadas coperas —una institución en los viejos tiempos—, no pocos entrevistados dejaron de recordarlas. Entre tango y tango —mientras un nutrido grupo de parejas dibujaba cortes y quebradas en la pista central—, Armando Pontier contó a Siete Días que "antes había muchas coperas, vestidas de soirée, capaces de tomarse hasta doscientas copas por noche, aunque sólo era agua con anilina".
No obstante, aquellas muchachas gozaban del afecto de casi todos los concurrentes. "Es que eran minas de clase —puntualizó el músico—; aparte de bonitas y muy bien vestidas, usaban zapatos brillantes y sabían conversar. Hubo muchos casamientos entre esas chicas y figuras conocidas, fíjese. ¿Y sabe por qué? Porque acá había un cabaretier de primera: el gallego Juan Salas, antiguo propietario de esta casa, un verdadero experto. Las calaba de un solo vistazo".
Por supuesto, Pontier no obvió memorar que las alternadoras "no andaban como ahora con pantalones y tricota, sino que vestían ropa fina y cara". Además, era muy importante la disciplina y la organización. "Todo eso les daba jerarquía a las chicas y al local; no por nada ellas se retiraban de aquí del brazo de los bacanes". Precisamente, entre las anécdotas que mejor recuerda AP, se cuenta la de un famoso personaje de los años 40, cuyo nombre prefiere mantener en el anonimato: "Era un hombre ya maduro —relató el bandoneonista— que venía todas las noches en pantuflas y pijama, se mandaba dos copas, bailaba dos tangos y se iba. Todos estábamos intrigados, al principio, hasta que descubrimos que era un vecino que le decía a la mujer: Che vieja, voy a la esquina a comprar el diario y puchos; y como salía vestido así, la mujer jamás podía sospechar que el vejete se venía de juerga. Ese sí que era un bacán".

CANITAS AL AIRE E HISTORIAS ROMANTICAS
Mientras disfrutaba el show, cómodamente instalado en un sillón, el compositor Héctor Stamponi paseaba su mirada por las columnas y los techos del salón. En voz baja, sonriendo, apoyó un dedo en el pecho de uno de los redactores de Siete Días y le dijo: "Esto era una catedral, mi amigo. La gente de la noche no podía concebir a Buenos Aires sin Marabú. Ahora que miro la pista, recuerdo cosas de la vieja época: antes, mientras esperaban la clientela, las chicas se ponían a bailar tangos entre ellas. Era un espectáculo hermoso..."
Los recuerdos se suceden con facilidad y la calle Corrientes es siempre su protagonista. "Porque a las cuatro de la mañana había tanta vida como al mediodía. Nosotros íbamos, después de las actuaciones, a comer puchero a El Tropezón. Y había otros, más rascas, que compraban facturas en las panaderías y las comían rumbo al bulín, a patacón. Pero todo el mundo se entreveraba por Corrientes. Nos conocíamos todos. Nos saludábamos. Y por ahí, como al final de la noche, uno se caía al Marabú a tomar una copita o simplemente a despistar al sueño". De los asistentes, Stamponi prefiere no hablar, pero se le escapan los nombres de algunos conspicuos habitués: "Aquí venían de todos los ambientes; jugadores de fútbol como Pedernera, Labruna, y muchos más que pretendían tirarse una canita al aire. También Pepe Peña, en fin, los muchachos de la madrugada, porque el Marabú no era una costumbre, yo diría que era casi una necesidad".
Una aseveración que fue ratificada por uno de los más ilustres conocedores del antiguo Buenos Aires, viejo caminador de cabarets y centros tangueros: el bailarín Alfredo Alaria, impecablemente trajeado, quien lucía, haciendo juego con la decoración del Marabú, una radiante sonrisa. "Pucha —dijo—, qué de recuerdos se me juntan. Yo venía aquí de muy chico, de contrabando. Porque en ese entonces cualquier muchacho soñaba con venirse a pasar una noche en el cabaret, ese irresistible atractivo del añejo Buenos Aires".
A él, precisamente, le tocó vivir una de las historias más emocionantes sucedidas en ese baluarte tanguero: un Alaria mucho más joven, casi adolescente, extasiado, ingresó al Marabú alguna vez para debutar en la noche porteña. Instalado en la barra, la semana pasada, recordó que una de las alternadoras le preguntó la edad: "Yo me puse serio, fingiendo cara de grande, y le mentí solemnemente. Ella sonrió y me invitó a bailar un tango. Yo sentía el roce de sus ropas, su perfume, y no podía creer lo que vivía, eso de estar abrazando a una hermosa mujer. De pronto nos miramos fijamente y ella me dio un beso. Y con ese tango, en este mismo lugar, se fueron mis sueños de adolescente. Yo estaba con unos amigos, vea, que me miraban con envidia. Bueno, los dejé, y al amanecer me encontré sentado en un banco de Retiro, totalmente embobado. Dígame ahora si puedo querer o no a este boliche".

                    

Cátulo Castillo con Gloria Ugarte y María Esther Gamas

                        

TE ACORDÁS, HERMANO,
QUE TIEMPOS AQUELLOS
Entre las primeras figuras que Siete Días detectó durante las primeras noches de funcionamiento del coqueto subsuelo, .no faltaron algunas mujeres, testigos de las grandes noches del Marabú. María Esther Gamas —la otrora famosa vedet te— no dejó pasar oportunidad para reiterar que "es bueno que haya lugares así, para bailar y divertirse, porque entonces una no engorda y conserva la silueta. Y me fascina que se reabra nada menos que el Marabú, el cabaret preferido de Pichuco Troilo. Fíjate que cuan do entré tuve la sensación de que lo iba a encontrar".
Tampoco podía faltar Rita Montero, quien durante muchos años fuera una de las principales vedettes del viejo santuario.
"Esto está muy cambiado —afirmó—, pero igual se llena de recuerdos. Cómo olvidar la noche que debutó Tito Alberti. Yo era su cantante y actuábamos en un show que te hacía hervir la sangre". Espléndida y radiante, dotada de una memoria prodigiosa, Rita continuó hilvanando anécdotas: "Los políticos venían con anteojos oscuros y se instalaban en los palcos para que no se los reconociera, aunque siempre había quien hiciera correr la bola de que estaba el ministro Fulano o el diputado Mengano... Pero era un ambiente de gran respeto y mucho humor: me acuerdo de una noche en que actuaba Alberto Castillo, y a mí se me ocurrió hacerle el planteo de que las vedettes no actuaríamos con él si no nos regalaba un perfume francés muy caro, el Ma Griffe. Entonces Alberto, que se tomó la broma en serio, se apareció con un montón de frasquitos. Te imaginás: todas trabajamos locas de gusto".
Mientras la Montero trataba de evocar más anécdotas, otro veterano de la noche —el cómico Gogó Andreu— ingería una copa observando la presentación del ventrílocuo Mister Chassman con su muñeco Chirolita. Concluida esta parte del show, Andreu también recordó los tiempos en que el Marabú era "uno de los cabarets más lindos de Buenos Aires". Su caracterización, de tipo casi sociológico, permitió descubrir un tono veladamente crítico: "Nunca debimos perder un lugar como éste, porque la noche porteña nos caracterizó en todo el mundo. Y la culpa la tenemos todos: los profesionales, los actores, los discos. Aquí venía la gente de guita, los bohemios capitalistas, los políticos".
En las viejas épocas, Andreu solía recalar en la barra del cabaret con su amigo Marcos Zucker. "Y como siempre andábamos sin un mango —sonrió—, con Marquitos nos veníamos para acá porque como él cantaba, no nos cobraban. Así, tomábamos unas copitas y bailábamos con algunas minas. Más de una vez se armaron grescas y nosotros siempre prendidos. Y bueno... éramos jóvenes y arrogantes. Pero lo cierto es que cuando terminaba la noche, y las pibas se iban con tipos grandes y de guita, nos agarraba tal bronca que terminábamos morfando medialunas en las panaderías de Corrientes".

LOS DUENDES DE LA NOCHE
Mientras el barman del restaurado Marabú —Manolete, un español sesentón que llegó a la Argentina en 1949— batía sus famosos cocteles Berlín 45 —gin inglés, coñac francés, vodka ruso y whisky estadounidense— y Medias de Seda —a base de pisco peruano, crema de cacao, azúcar y crema de leche—, un simpático y regordete poeta porteño se solazaba escuchando a la orquesta de Pontier. Era Cátulo Castillo. Afable y emotivo, aceptó revisar su block de recuerdos.
"Este local —subrayó— fue el más famoso de su época, y ocupó el lugar del viejo Armenonville, de la década del 20, y el del Royale, donde actuaban Francisco Canaro y la negrita Azucena Maizani, cuando la llamaban Azabache por la melenita negra que usaba. El esplendor del Marabú se vivió entre el 40 y el 48, y las dos más famosas orquestas que pasaron por aquí fueron las de Troilo y de Carlos Di Sarli. Yo venía con la barra de Pichuco, porque donde estaba el Gordo estábamos nosotros".
La evocación parece encender la mirada del viejo vate. "La barra la formábamos Pepe Razzano, César Bedani (el autor de "Adiós muchachos"). Enrique Cadícamo, Discepolín y yo. Pichuco era un número caro, pero chupábamos tanto que a fin de mes siempre teníamos deudas. Y eso que la copa costaba tres pesos. Pero todo el mundo firme, porque si tocaba Pichuco esto era una fiesta".
El Marabú fue, hay que destacarlo, el sitio en el cual Troilo más actuó, justamente con el desaparecido Tibidabo, sobre la calle Corrientes. "Y aquí fue donde el Gordo conoció a Zita, quien sería su mujer y compañera. Le ocurrió lo que a muchos solteritos de entonces, porque el Marabú era una especie de club casamentero. Florentino también conoció aquí a la mujer de su vida, una muchacha a la que conocíamos como La Gitana. No sé, mire, era otra época". Ciertamente, el pasado es una memoria tierna y agridulce. "¿Y sabe la que se mandó una vez Discepolín? —pregunta Cátulo Castillo—. Era flaquito como un escarbadientes. Una noche Pichuco le insistió tanto para que visitara a un médico y se hiciera inyectar vitaminas, que el día siguiente Discepolín se acercó a saludarlo al escenario, sonriente, y cuando el Gordo le preguntó cuándo y dónde se pondría las inyecciones, Enrique le respondió: Ahora, Gordo, pero la macana es que el médico me encontró tan esquelético que me van a pinchar en la solapa del saco".
Finalmente, cuando al cabo de varias jornadas de recorrer las mesas del remozado cabaret porteño —y de concretar un reportaje a Julio De Caro (ver recuadro)—, llegó el momento de la despedida, don Cátulo, con los ojos entornados, redondeó: "Esta reapertura es como quitarle la desolación a Buenos Aires. ¿Usted se imagina a París sin el Moulin Rouge? Es bueno que se reabran estos cabarets. Porque si la piqueta se los sigue llevando, los duendes de nuestra noche se morirán sin remedio".

                                  

Pichuco con Manolete y José Manuel Moreno


UN MONTÓN DE COSAS POR TRES MANGOS
Enfermo desde hace varios meses, mantiene sin embargo una lucidez envidiable. A los 76 años Julio de Caro es una figura tan sinónima del tango que no podía omitírsela en una nota evocativa del Marabú. A la invitación formulada por el cronista para un encuentro en el redivivo cabaret, el veterano maestro no pudo más que agradecerla cordialmente explicando que, por prescripción me dice, debe guardar reposo. "Compréndame, amigo, ya no estoy para esos trotes", se excusó, convocando al cronista a charlar a su domicilio.
"Yo inauguré el Chantecler, ahí en Corrientes y Paraná, así que vea si le puedo hablar de la noche porteña —se ufanó, repantigándose en un mullido sillón—. Pero entre los principales templos nocturnos se contaba, sin duda, el Marabú. Había una especie de puja tanguera entre los más grandes de la época, y ahí asistían hasta los más caracterizados jóvenes de la alta sociedad porteña. Y le doy un dato: sus precios eran, con todo, sumamente accesibles, de manera que podía ir todo el mundo y no sólo los que tenían la guita de Onassis".
También habitué de aquellas veladas —treinta años atrás—, aunque nunca actuó allí, De Caro se jacta de haber concurrido "como un simple ciudadano". Y agregó, durante la charla: "Iba mucha gente, y como también actuaban orquestas de jazz, se armaban unas disputas sensacionales entre las hinchadas de uno u otro ritmo. Recuerdo que una vez fue un erudito amante del jazz y pretendió interrumpir la actuación de Di Sarli, que ese día se había extendido por el entusiasmo del público y ya iba como por el décimo bis. Los jazzeros empezaron a abuchearlo y, bueno, se imagina la que se armó. Hasta los mozos estaban del lado tanguera. Se tuvieron que ir y esa noche hubo tango hasta el amanecer".
Otro aspecto que De Caro rescata de entre sus recuerdos, es la existencia de alternadoras. "Cómo olvidarlas —se emocionó, cerrando los ojos—; mire, se venían de a dos, como amigas y muy bien vestidas, y uno no las distinguía de cualquier dama de la sociedad. Con sombreros y todo, sólo los habitués sabíamos quiénes eran. Y eran fenómenas para hacer gastar guita a la gente.
Y eso que la copa costaba tres mangos, y con ese dinero uno podía desayunar, almorzar, merendar, cenar, comprar el diario, puchos y todavía le quedaban unos centavos para dar propinas. Pero uno no se fijaba en eso. Recuerdo una vez, que estábamos en barra junto a Francisco Lomuto, allá por el 41 más o menos. Tocaba D'Arienzo y en nuestra mesa estaban Discépolo y Razzano. Entonces entraron dos hermosas coperas, muy a la moda, y Pancho Lomuto se embaló y las invitó a la mesa. Se ensartó. Discepolín, que se las conocía todas, meta hacer señas a Pancho, pero éste estaba tan metejoneado que no veía nada. Bueno, el chiste le salió como quinientos pesos. Nunca dejamos de cargarlo por ese asunto"
Entre los asistentes a aquellas jornadas —no faltaban, según De Caro, las rivalidades entre los hinchas de Troilo y los de Di Sarli— se contaban personajes de todos los ambientes: "Iris Marga, Mercedes Simone, Homero Manzi, Tita Merello, José María Contursi, La Negra Bozán, qué sé yo, todos. Pero no sé, pareciera que la vida lo fue terminando al Marabú. Yo estuve por última vez en 1950 y ya se comentaba que la cosa estaba fea. Después supe que el cabaret tuvo una agonia triste, por asuntos impositivos, decían. Pero yo ya no quería mirar lo que pasaba. Me entristecía mucho, tanto como ahora me alegra este reencuentro. Es una lástima que yo no pueda ir, ¿no le parece?".

Gabriel Coca
Oscar Giardinelli    (Revista Siete días ilustrados- Máginas ruinas. 29 de agosto de 1975)

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