domingo, 22 de septiembre de 2019

Fue el fin de una época

Es claro hasta la obviedad. Mal puede repetirse una conjunción de cantantes de las características de la estupenda primera línea del 40, sin orquestas típicas.

   Sin orquestas típicas, ni siquiera ellos fueron los mismos: a Vargas, se prefiere escucharlo con D'Agostino; a Castillo, con Tanturi; a Fiorentino, con Troilo; a Podestá, con Di Sarli, con Francini- Pontier o con Caló. Incluso jóvenes, incluso enteros, raramente los cantores superaron como solistas, el brillo que como vocalistas de típica les habían sacado los directores. Pero, en todo caso, nadie les quitaba la escuela.

                               

   El lucimiento del cantor, en la típica del 40, se atenía a los límites de la conciliación con el estilo y criterios del director; a la preeminencia -aunque no excluyente- de un repertorio bailable, con pautas rítmicas que determinaban las fronteras del fraseo; a una cultura en la que más no era mejor.

   Y fue precisamente dentro de esos límites, sin lugar para la autocomplacencia, que el cantor crecía. El que su apellido haya ocupado un lugar junto al del director, ni menos, ni más, es el reflejo impreso de una sociedad de mutuo beneficio artístico.

   Algunos llegaron tan lejos, que prefirieron bastarse solos. Cuando Castillo se lanzó como solista, agudizando un estilo diferente y fuertemente escénico que ya estaba pidiendo aire, subrayaba, con un trazo grueso como el nudo de su corbata, el principio del fin de una época.

Troilo-Fiorentino, el símbolo de una época maravillosa del tango: Los '40
                                     

   Las siguientes generaciones no contaron, salvo excepciones, con la oportunidad de la típica, que había comenzado a caer, avanzada la década del 50, en una confabulación alimentada de intereses y fatalidad -y en la que la independización de los vocalistas también había hecho aportes-. En el mismo tren partía el recuerdo de una tradición de voces mesuradas, y extraordinarias de los años 20 y 30, sin que casi nadie apresara sus lecciones.

   Comenzó su largo reinado la escuela de la egolatría. De cantores que se escucharon y se gustaron demasiado a sí mismos, sometiendo  los acompañamientos en sus escaladas de volumen, notas interminables, finales grandilocuentes y efectos de toda cosecha. La tanguería for export se ocupó de hacer el resto.

   Siempre hubo excepciones. Ahora, cuando muy rara vez aparece una voz entonada y sobria, que se acerque apenas a las exigencias básicas de un director del 40, produce el asombro de un hecho extraordinario.

   Mientras, las discográficas reeditan a cuatro manos a los binomios de oro, devolviendo lo que el recambio no pudo suplir.

  
   Esos discos -en otro plano, junto a las insuperables interpretaciones de Carlos Gardel, otro favorito de las reediciones- no perdonan en la comparación con el panorama actual. Allí está la prueba incontrastable de un tango exquisito, que fue masivo y posible. Que de hecho existe, recuperado en la insospechable dimensión del compacto. Y en los intentos aislados de algunos músicos y cantantes que hoy eligen eludir el ramplón camino de sumarse a la medianía.

Irene Amuchástegui (Clarín, 1º de julio de 1998)

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