domingo, 1 de septiembre de 2019

BANDONEÓN

¿Qué misterioso llamado a distancia hizo venir, sin embargo, a un popular instrumento germánico a cantar las desdichas del hombre platense? He aquí otro melancólico problema para Ibarguren.
Hacia fines del siglo, Buenos Aires era una gigantesca multitud de hombres solos, un campamento de talleres improvisados y conventillos. En los boliches y prostíbulos hace vida social ese masacote de estibadores y canfinfleros, de albañiles y matones de comité, de musicantes criollos y extranjeros, de cuarteadores y de proxenetas: se toma vino y caña, se canta y se baila, salen a relucir epigramas sobre agravios recíprocos, se juega a la taba y a las bochas, se enuncian hipótesis sobre la madre o la abuela de algún contertulio, se discute y se pelea.

El compadre es el rey de este submundo.
Mezcla de gaucho y malo y de delincuente siciliano, viene a ser el arquetipo envidiable de la nueva sociedad: es rencoroso y corajudo, jactancioso y macho. La pupila es su pareja en este ballet malevo; juntos bailan una especie de pas-de-deux sobrador, provocativo y espectacular.
Es el baile híbrido de gente híbrida: tiene algo de habanera traída por los marineros, restos de milonga y luego mucho de música italiana. Todo entreverado, como los músicos que lo inventan: criollos como Ponzio y gringos como Zambonini.
        
                              
Ernesto Ponzio, también conocido popularmente como El Pibe Ernesto

Artistas sin pretensiones que no sabían que estaban haciendo historia. Orquestitas humildes y rejuntadas, que sabían tener guitarra, violín y flauta; pero que también se las arreglaban con mandolín, con arpa y hasta con armónica.
Hasta que aparece el bandoneón, el que dio sello definitivo a la gran creación inconsciente y multitudinaria.
El tango iba a alcanzar ahora aquello a que estaba destinado, lo que Santo Tomás llamaría "lo que era antes de ser", la quidditas del Tango.
Instrumento sentimental, pero dramático y profundo, a diferencia del sentimentalismo fácil y pintoresco del acordeón, terminaría por separarlo para siempre del firulete divertido y de la herencia candombera. De los lenocinios y piringundines, el tango salió a la conquista del centro, en organitos con loros, que inocentemente pregonaban atrocidades:

Quisiera ser canfinflero
para tener una mina.


Y con la invencible energía que tienen las expresiones genuinas conquistó el mundo. Nos plazca o no (generalmente, no), por él nos conocieron en Europa, y el tango era la Argentina por antonomasia, como España eran los toros. Y, nos plazca o no, también es cierto que esa esquematización encierra algo profundamente verdadero, pues el tango encarnaba los rasgos esenciales del país que empezábamos a tener: el desajuste, la nostalgia, la tristeza, la frustración, la dramaticidad, el descontento, el rencor y la problematicidad. En sus formas más delicadas iba a dar canciones como Caminito; en sus expresiones más grotescas, letras como Noche de Reyes; y en sus modos más ásperos y dramáticos, la tanguística de Enrique Santos Discépolo.

                         


METAFÍSICA

En este país de opositores, cada vez que alguien hace algo (un presupuesto, una sinfonía o un plan de viviendas mínimas), inmediatamente brotan miles de críticos que lo demuelen con sádica minuciosidad.
Una de las manifestaciones de este sentimiento de inferioridad del argentino (que se complace en destruir lo que no se siente capaz de hacer) es la doctrina que desvaloriza la literatura de acento metafísico: dicen que es ajena a nuestra realidad, que es importada y apócrifa y que, en fin, es característica de la decadencia europea.

Según esta singular doctrina, el "mal metafísico" sólo puede acometer a un habitante de París o de Roma. Y, si se tiene presente que ese mal metafísico es consecuencia de la finitud del hombre, hay que concluir que para estos teóricos la gente, sólo se muere en Europa.
A estos críticos, que no sólo se niegan a considerar su miopía como una desventaja sino que, por el contrario, la usan como instrumento de sus investigaciones, hay que explicarles que si el mal metafísico atormenta a un europeo, a un argentino lo debe atormentar por partida doble, puesto que si el hombre es transitorio en Roma, aquí lo es muchísimo más, ya que tenemos la sensación de vivir esta transitoria existencia en un campamento y en medio de un cataclismo universal, sin ese respaldo de la eternidad que allá es la tradición milenaria.

Cómo será verdad todo esto que hasta los autores de tango hacen metafísica sin saberlo.
Es que para los críticos mencionados la metafísica sólo se encuentra en vastos y oscuros tratados de profesores alemanes; cuando, como decía Nietzsche, está en medio de la calle, en las tribulaciones del pequeño hombre de carne y hueso.
No es éste el lugar para que examinemos de qué manera la preocupación metafísica constituye la materia de nuestra mejor literatura. Aquí queremos señalarlo, simplemente, en este humilde suburbio de la literatura argentina que es el tango.

                           

El crecimiento violento y tumultuoso de Buenos Aires, la llegada de millones de seres humanos esperanzados y su casi invariable frustración, la nostalgia de la patria lejana, el resentimiento de los nativos contra la invasión, la sensación de inseguridad y de fragilidad en un mundo que se transformaba vertiginosamente, el no encontrar un sentido seguro a la existencia, la falta de jerarquías absolutas. todo eso se manifiesta en la metafísica tanguística.
Melancólicamente dice:

Borró el asfalto de una manotada,
la vieja barriada que me vio nacer. . .

El progreso que a macha-martillo impusieron los conductores de la nueva Argentina no deja piedra sobre piedra. Oué digo: no deja ladrillo sobre ladrillo; material éste técnicamente más deleznable y, como consecuencia, filosóficamente más angustioso.
Nada permanece en la ciudad fantasma. Y el poeta popular canta su nostalgia del viejo Café de los Angelitos:

Yo te evoco, perdido en la vida,
y enredado en los hilos del humo.
Y, modesto Manrique suburbano, se pregunta:
¿Tras de qué sueños volaron?...
¿En qué estrellas andarán?
Las voces que ayer llegaron
y pasaron y callaron,
¿dónde están?,
¿por qué calles volverán?

El porteño, como nadie en Europa, siente que el Tiempo pasa y que la frustración de todos sus sueños y la muerte final son sus inevitables epílogos. Y acodado sobre el mármol de la mesita, entre copas de semillón y cigarrillos negros, meditativo y amistoso, pregunta:

¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquéllos?

O con cínica amargura dictamina:

Se va la vida, se va y no vuelve.
Lo mejor es gozarla y largar
las penas a rodar.

Discepolín. horaciano, ve vieja, fané y descangallada a la mujer que en otro tiempo amó. En la letra existencialista de sus tangos máximos, dice:

¡Cuando manyés que a tu lado
se prueban la ropa
que vas a dejar. . .,
te acordarás de este otario
que un día, cansado,
se puso a ladrar!

El hombre del tango es un ser profundo que medita en el paso del tiempo y en lo que finalmente ese paso nos trae: la inexorable muerte. Y así un letrista casi desconocido murmura sombríamente:

Esta noche para siempre
terminaron mis hazañas.
Un chamuyo misterioso
me acorrala el corazón. ..

Para terminar diciendo, con siniestra arrogancia de porteño solitario:

Yo quiero morir conmigo,
sin confesión y sin Dios,
crucificado en mi pena,
como abrazado a un rencor.

Ernesto Sábato: "Tango discusión y clave". Edit. Losada, 1963.

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